sábado, 29 de noviembre de 2008

Y el Cubano sigue contando (Nereida la Santera)

Nereida la Santera

Lilo Vilaplana






A mi madrina Lourdes,
que terminó de guiarme
en el camino de la Santería
que inició en mi vida la eterna
Nereida Pim Pam y Tam.







Un cubano cuenta....
.

Nereida Pim Pam y Tam era una vieja Santera de La Habana
Vieja. Vivía de bar en bar con una latica en la mano recibiendo
cualquier trago con alcohol que los borrachos le brindaban.
Ella en sus pocos momentos de lucidez me profetizó, a través de
los orishas, muchas cosas y siempre me pasaban.
Con Nereida Pim Pam y Tam yo me sentía seguro en cada
paso que daba, porque ella leía de manera impecable mi futuro.
“Patico florido, dime adiós donde vive madre de agua vivo
yo, madre de agua yo vivo en lo hondo…”.
Cantaba y bailaba la negra, en la esquina de O’relly y Aguacate
con su falda raída por el tiempo, sus añejas sandalias, su
boca risueña, con tufo de tabaco y ron, el pañuelo blanco en la
cabeza y su baile contagioso.
La gente la rodeaba, la aplaudían, y la coreaban. Los negros
descamisados, las jineteras que la miraban, sonreían, y seguían
de largo, porque de no sobrevivir como prostitutas, el otro
camino en la Isla es emborracharse para olvidarlo todo, o meterse
a Santero para atender y cobrarle algunos dólares a los extranjeros.
Nereida mezclaba los dos destinos. Nereida Pim Pam y
Tam era una santera que se emborrachaba todo el tiempo.
–“Soy chiquitico y vivo en lo hondo…”.
Seguía cantando Nereida.
Yo llegué al improvisado bembé, y ella dejó de danzar, se
paró seria y solemne en medio del círculo, colocó sus brazos en
jarra, sacó su pelvis adelante, parecía un borracho meando.

Me miró sonriendo con los cuatro dientes que sobrevivían
en su boca, luego de darle una larga bocanada al pedazo de
tabaco me dijo:
–Gaito… Menos mal que viniste… Vamos a bailarle a
Shangó…
Dos negros y un mulato sacaron del solar sendos tambores
y comenzaron a tocarle a Shangó, empezamos a bailar Nereida y
yo, la gente no se explicaba como un blanquito bailaba tan bien
a estos santos de la religión negra.
Ahí estaba yo bailándole al rey del rayo, al gran guerrero y
orisha de la virilidad. Nereida frente a mí, hacía círculos con la
falda, tenía como setenta años y la vitalidad de una chica de
quince. Se terminó la jornada y salimos para su casa.
Ya sin zapatos. Sentado frente a ella en el cuarto rodeado
por Eleguá, Yemayá, Osun, Oshún, Orula, Obbatalá, Oggún,
Yeguá, Oyá, Shangó, Babbalú ayé, Osaín, y todos los demás
Orishas del Panteón Yoruba, Nereida lanzó los caracoles que fueron
cayendo en diferentes formas sobre la estera. Me miró de
manera solemne, aspiró profundamente la última bocanada de
humo que le quedaba al tabaco y casi quemándose los labios
dijo:
–Ten cuidado, Gaito, que por andar detrás del culo de Cristina,
puedes parar en el tanque.
–¿Qué estás hablando, Madrina?
–Yo no he dicho nada, habló Oshún y tú eres hijo de Shangó,
Gaito, tú sabes que los hijos de Shangó siempre pasan por la
cárcel…Y lo malo no es que caigas la primera vez, sino que si
llegan a encerrarte una vez, nunca más vas a salir de la prisión.
Tú tienes que cuidarte Gaito, deja a esa hembra que por muy
lindas y grandes que tenga las tetas, no vale la pena quedar trancado
toda la vida por una mujer como ésa…

Salí de la consulta convencido que me alejaría de Cristina
para siempre. Pero el diablo es puerco y Cristina tenía las tetas
más lindas de La Habana. No pasó mucho tiempo hasta que caí
en tentación. Aquella noche Cristina llegó sin brasier, con esos
senos enormes que me apuntaban, parecían indicarme todas sus
ganas de sexo y no faltó mucho para que nos revolcáramos en mi
colchón en el piso. Sin velas, sin vino, sin hoguera prendida, éramos
dos animales sudorosos. Sus dos pezones grandes y rosados
los acaricié hasta el cansancio como si fuera la última vez. Y sí,
fue la última vez.
Nos estábamos recuperando del segundo orgasmo cuando
tocaron fuerte a la puerta. Marcial, el sobrino de Nereida, estaba
parado en el umbral de mi casa, llamaba a gritos a Cristina. Ahí
lo entendí todo. Nereida estaba manipulando el oráculo de los
caracoles para que su sobrino se quedara con Cristina. Todos
querían estar con ella. Cristina era la hembra más hermosa del
barrio, y sus tetas un sueño inalcanzable, un sueño que yo había
hecho realidad en varias ocasiones.
En ese momento odié a Nereida, que me estaba engañando
y yo confiaba ciegamente en ella y los Orishas, claro que los santos
no tienen la culpa de toda la mierda que hacen los mortales.
–¿Tú estás con Marcial, verdad Cristina…? ¡Tú andas con
ese tipo!
Mil veces me juró que no estaba con él, que ella era sólo
mía, pero no le creí hasta que nos vestimos. Ya parados frente a
Marcial, lo entendí todo.
–Te dije que no voy a salir con el francés ese, que no soy una
puta…que ni me busques, ni me jodas más.- Reclamó Cristina.
–Déjate de cuentos conmigo, Cristina, que todo el mundo
sabe que si tienes lo que tienes en tu casa fue porque se lo sacaste
al marido yuma ese que jineteabas…
–Oye lo que te voy a decir pedazo de Maricón…
Alcancé a decir antes de caer al suelo por el golpe que me
propinó Marcial. La boca se me llenó de sangre. Sentí con mi
propia lengua como flotaban los dos dientes sueltos.
De bruces en el suelo yo veía a Cristina. La veía muy borrosa,
discutía con Marcial, ya no escuché nada más. Se me antojó
la imagen de la negra Nereida revolcada de la risa sobre su estera
consagrada. También, desenfocados, iba viendo desfilar uno a
uno a los vecinos del barrio burlándose de mí. Fue cuando me
levanté del suelo y le di ese golpe tan fuerte a Marcial que cayó
de espaldas, golpeándose en la nuca con un escalón. Sus ojos
estaban muy abiertos y su cerebro y su corazón apagados para
siempre.
Ya enterraron a Marcial, ya le habían hecho su ituto, la ceremonia
que le hacen a los que mueren y tienen santo en la cabeza.
Se lo hizo su propia madrina Nereida. Su tía desde que me
condenaron no ha querido hablar conmigo, y Cristina dice que
no habla con asesinos. Marcial yace en su tumba y yo acabo de
ser enterrado en esta celda por ocho años.
Estoy libre de nuevo. Por las calles de La Habana Vieja ando
con una mochila al hombro y no sé para donde ir. Cargo dos
mudas de ropa y una carta que certifica que ya cumplí con la ley.
Salí después de pasar cuatro desconcertantes años, me bajaron
la condena por buena conducta.
Iba caminando por la calle Obispo, buscándole un rumbo a
mi nueva libertad y vi a Nereida en El Huevino, ella extendió su
vaso y le echaron un trago de vino con un huevo roto en su
jarrito de aluminio que todavía cargaba. Quise entrar, pero ya no
pude porque es con dólares.
Intenté hablar con Nereida Pim Pam y Tam. No me miró a
la cara. Por no haberle hecho caso al oráculo de los caracoles, se
cumplió la sentencia de Oshún, y me quedé sin Cristina y sin mi
madrina para siempre.
Yo, ya no pertenecía al barrio. Los amigos se habían ido, y
con ellos el recuerdo de este Gaito que estaba ahí parado, solo
frente al bar lleno de gente. Lloré por no bailarle a Shangó de
nuevo en la calle, delante de todos los descamisados de La Habana
Vieja.
Me dediqué a buscar trabajo. Pasé por todas las fábricas, las
construcciones, por cualquier empresa, pasé hambre y sueño. De
nada me sirvió el estandarte de exconvicto y de las posibilidades
que “somos iguales y que todos cometemos errores”.
Dormí en la Terminal de trenes y en jardines, escondido en
solares, en paraderos de guaguas, en frías funerarias velando a
un muerto desconocido. Medio dormí, medio comí, pedí limosna
y no conseguí trabajo. No pude más, fui a la plaza de la revolución,
me arrodillé frente a Martí y pedí con él, pedí trabajo,
libertad. Salí corriendo por toda la plaza gritando como un loco.
Ahora estoy preso de nuevo. Al menos tengo techo y algo
que le dicen comida, ya no por cuatro años como condenan a un
asesino. Ahora son veinte largos años sin rebaja de pena, por
cagarme en la madre de Fidel Castro.





Lilo Vilaplana
Bogotá, octubre de 2006



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