La Casa Vacia
Lilo Vilaplana
Bogota, Junio del 2006
Para Rolando y Niurka,
hermanos después de la niebla
y para su hijo Lemis Tarajano,
un sobrino que la vida me regaló
para contar esta historia
El joven Lemis nunca imaginó que con esa novia iba a disfrutar
dos orgasmos y padecer de esas inmensas ganas de morirse.
Aquella tarde tenía que suicidarse.
Se le acababa la vida en cada espacio de su habitación llena
de fotos de las bailarinas que había formado su abuela, alguna
vez jóvenes y bellas. Ahora, eran unas ancianas decrépitas.
Lemis las odiaba y ellas lo amenazaban con convertirlo en el
bailarín que jamás habitó en él.
–Para ser bailarín hay que tener alma de maricón, abuela.
Repetía el joven Lemis y se iba de la casa buscando un
refugio cálido y unas piernas de mujer que lo abrazaran. A esa
mujer la conoció aquella tarde en Montecatini, una esquinera
pizzería de El Vedado. Lo que no sabía Lemis era que muy pronto
perdería a Yordanka para siempre.
Por eso las noches eran largas, los besos desesperados, aunque
las olas de El Malecón lo salpicaran y se le confundieran la
humedad del agua de mar con la mojadez de la adolescencia
precipitada. El Malecón es el primer espacio para hacer el amor
que tiene Lemis, en medio de la destruida Habana.
Allí se sintió pleno, Yordanka le enseñó a amar, a venirse
con las olas salpicándolo, Yordanka lo liberó del celibato adolescente
y ahora sí, está absolutamente seguro, nunca será bailarín.
Lemis quiere a Yordanka y aprendió a quererla para siempre. Ese
fue su primer orgasmo. Le estaba faltando el segundo. El otro
orgasmo que le habría de regalar Yordanka y del que su memoria
no puede desprenderse.
–A mi casa puedes ir a visitarme, yo sé que tú eres un niñito
del Vedado, yo vivo en La Habana Vieja, donde conozco a los
negros guapos, y “sábanas blancas colgadas en los balcones” pero
aunque tú no me creas me han criado muy bien. –Le dijo Yordanka
en un ataque de igualdad social que el sistema comunista les cree
imponer a todos.
Lemis fue más digno:
–A tu casa voy porque me gustas, porque me quiero morir
contigo, porque…
En el rostro de Yordanka había una tristeza infinita. Ella también
se había enamorado de Lemis, un muchacho joven, bonito,
al que su abuela le había impuesto estudiar ballet.
Lemis fue colgado en el camello a visitar a Yordanka, fue a
La Habana Vieja. Llegó a su colonial casa de barrio, donde algún
manisero de esta época, sin pregones, pero necesitado hasta
del papel con el que se hace el mismísimo cucurucho del maní, te
ofrece el producto, no pregonando porque no se puede. Es mejor
ni comprar maní, ni nada, porque si compras un pedazo de
pizza para aplacar el hambre, su cubierta de queso puede ser un
recalentado condón, y no se sabe si usado.
Son tiempos difíciles en que se busca novia en la farmacia
para conseguir alcohol de 90º grados, echarle agua y azúcar quemada
en la sartén para poder disfrazarle de gozo un rato a las
neuronas y hacerles creer que se bebe algún trago especial. Son
momentos de locura, y como en estos tiempos de orates se necesita
estar sobrio, aparece Lemis en La Habana Vieja, buscando
su amor. El pobre es uno de los pocos sobrios de La Habana.
Ya Lemis toca la aldaba, le abren la puerta, y se sienta en la
sala. Yordanka lo recibe. Sus padres lo miran raro, ya Lemis se
está despidiendo. Ya Lemis llega a su casa. Y no pudo hacerle el
amor a Yordanka. No fue esa su segunda y última vez, pero iba a
ser. Algún día iba a ser.
El aprendiz de bailarín entró a la habitación de su apartamento
en El Vedado. Miró las fotos de esas hembrotas que un día
cualquiera a punta de frías croquetas, enseñó a bailar su abuela,
se quiso masturbar. No pudo, Lemis sólo tenía ojos y semen para
Yordanka. Por eso mañana volvería a visitarla. Ella le había prometido
que la próxima vez no iba a ser en El Malecón, sino que
sería en su cama. El quería cogerle la palabra y por qué no, también
el culo y mejor en su cama.
Lemis volvió a La Habana Vieja, a casa de su novia, ella
quería cumplir su promesa, pero ya no estaba la cama. Le había
prometido una cena romántica pero no había mesa. La casa se
iba esfumando en pedacitos. La casa era un leproso al que siempre
le faltaban partes. Lemis pensó: la cosa está mala, esta familia
está vendiéndolo todo. Esta gente está en crisis, los “tronaron”.
Lemis trató de hablar con Yordanka. Ella lo evadía, ya no
había tiempo para él. Yordanka iba matando cada instante que
podía oler a cariño, a amor, ella no quería seguir, pero Lemis
sabía que le faltaba el segundo sexo, la segunda eyaculación prometida.
A la siguiente visita, a la casa le faltaba una pared interior
completa. Eran tiempos que la gente en La Habana convertía las
casas en loft, una moda “muy de afuera”. Yordanka miraba a
Lemis. Quería disculparse, pero no sabía qué decir, le brindaba
jugo de guayaba, él se lo tomaba, se le pasaba la calentura y se
iba.
Ya no había paredes interiores, la casa era sólo una amarillenta
fachada. A Lemis, la casa de Yordanka le recordaba el vacío
escenario del absurdo ballet mariquita de su abuela.
Se despertó de nuevo La Habana sin horizontes, sin noticias.
Para la televisión local todo anda bien, menos la vida, menos
los sueños. Todo está bien, menos la esperanza que se ha
marchado para siempre.
Yordanka le dijo que fuera a la casa de La Habana Vieja,
que iban a hacer el amor de nuevo. En su cama. Lemis estuvo
feliz toda la mañana, y hasta habló con un amigo para que le
prestara una de sus revistas pornográficas. Lemis lo calculó todo.
Yordanka también. Por eso esa tarde, su casa estaría vacía, para
ella y para su amado Lemis.
Lemis llegó. Ella fue a recibirlo con una camisa blanca del
hermano, de seda, bonita y que le cae sobre el cuerpo, sin brasier,
sólo sus dos pezones rosados asomando debajo de la camisa
prestada. Nunca supo cómo apareció. Pero ahí estaba la cama
de Yordanka en medio de la desértica sala. Sin puertas, ni ventanas
interiores, la casa vacía para siempre. Allí hicieron el amor,
sin la camisa de seda de Yordanka, y sin las eternas botas de
rockero que acompañaban a Lemis en su protesta de no ser un
bailarín más del ejército de su abuela.
Ella sabía que era la última vez que le haría el amor a Lemis.
El lo sospechaba, pero hasta ese momento en que estuvo parado
sobre el balcón del edificio, no se había dado cuenta de que ésa
había sido realmente su última vez. Ahora, ella desnuda, él también.
Lo toma del brazo y lo lleva hasta el patio, hay un camión
con un toldo, adentro, en la parte trasera del camión y escondida
por una enorme lona, hay una balsa construida con todos los
pedazos que le faltan a la casa vacía.
–Mañana nos vamos del país… ¿Vienes con nosotros?
A Lemis le retumban las palabras de Yordanka. Las sufre.
Lemis se había alejado corriendo de la casa vacía. Ahora Lemis
está llorando sobre el balcón del dieciocho piso del edificio
Somellán en El Vedado. Yordanka se fue. Nadie sabe de su suerte.
Lemis sigue como una estatua en el balcón y no sabe si saltar
hacia el mar o quedarse parado para siempre en esa baranda del
deseo.
Bogotá, junio de 2006
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