Tele Novela Cubana
Lilo Vilaplana
A los tantos compañeros con los que he trabajado
haciendo televisión en todos estos años
en mi exilio en Colombia.
A Telecolombia que me abrió sus puertas.
Un cubano cuenta....
Ulises tuvo que meterse a diabético. Su madre se lo había
dicho varias veces, el único de la familia que no contaba con una
dieta por problemas de azúcar era él. Por eso fue a hacer la cola
en el solar del Reverbero, y le compró una dosis de orina a la
vieja Eloísa. Su tío Sergio con estas muestras de orina, más dulce
que lo normal, le inventó su certificado. Ya Ulises está registrado
como diabético y tiene derecho a engullirse una libra y media de
carne al mes, que le anotan en la libreta de abastecimientos.
Gloria muerde despacio una enorme langosta en Marina
Hemingway, mientras su padre en la otra mesa a varios metros
de ella, se come un churrasco argentino y se bebe un litro de
Whisky con otros dos generales. Ella está segura que en aquella
mesa llena de estrellas están salvando la patria. Mientras mastica
la cola de masas blancas. Gloria piensa en Ulises.
Gloria, hija del general Morciego, y Ulises, un joven curtido
por el mar, hijo de Martín el pescador, muy a pesar de langostas,
churrascos, y libreta, se aman. La acogedora Ceiba del Parque
de la Fraternidad había sido su primer y único techo. Allí Gloria y
Ulises se besaron por primera vez. Luego se sentaron en la banca
sucia de hierro fundido y madera descolorida. Cuando se cogieron
las manos creyeron que se habían unido para siempre.
En la noche se inventan una fogata cerca al busto de
Hemingway en la bahía de Cojímar y sus cuerpos juguetean sudorosos
y desnudos. Se juran amor eterno. Miran un rato las
estrellas y Ulises rompe toda la magia de la noche, estallando en
palabras la bomba de tiempo que tiene acumulada en el centro
de su pecho.
–Ya no me aguanto más esto. Este país no va para ningún
lado. Imagínate que para comer carne me tuvieron que inventar
un certificado de diabético… ¡Yo diabético! Un día de éstos…
cojo el bote del viejo y me piro pa’ la pinga de toda esta mierda…
No fue necesario. Gloria se aprovechó de la última discusión
con su padre. El general Morciego no miraba con buenos
ojos a Ulises, decía que el futuro de su hija no podía ir a parar a
manos de alguien que no tenía ni para pagar la langosta que
tanto gustaba a Gloria. Y ahí mismo, cuando su padre hablaba
de langostas impagables, Gloria lo convenció. Así todos quedarían
conformes. El general asintió enseguida, tranquilo, pensando
que respiraría sin preocupaciones su mar de la Marina. Resolvió
la visa en un abrir y cerrar de ojos, consiguió el vuelo, le
compró el pasaje y además le dio los cinco dólares que aún Ulises
carga en su vieja billetera.
El general no puso ninguna condición, Gloria sí. Ella podría
vivir, quizá, haciendo un esfuerzo sin comer langosta, pero no sin
Ulises y su compañía. Ulises lo había prometido, Gloria se uniría
a él en Miami aunque el general Morciego muriera de un ataque
al corazón
Ulises, el hijo de Martín el pescador, por primera vez en su
vida vio el mar desde arriba. Llegó a Miami en el avión. Al principio
llamaba todos los días a Gloria y le juraba amor para siempre,
como si estuviera sentado bajo la Ceiba del Parque de la
Fraternidad, y se endeudaba con unos primos con las cuentas
del teléfono, y lo que ganaba limpiando las piscinas no le alcanzaba
para conversar tanto.
Gloria empezó a desesperarse. Al padre lo habían mandado
para una misión al extranjero y al mes lo devolvieron sin el
grado de general. Ya no puede ir a comer langostas a Marina
Hemingway. Ahora está convencida que las estrellas de los generales
no van a salvar la patria.
Ulises no tiene como llamarla y Gloria necesita, al menos,
escucharlo. La muchacha pasa días enteros frente al teléfono y
por la noche duerme con la mano sobre el auricular.
El Toyota azul y blanco con el cartel donde se lee Pool
Cleaning, avanza por una avenida de Coral Gables, se parquea
frente a la mansión de los sueños de Ulises, y como los sueños a
veces se cumplen, Ulises limpió la última piscina de su corto trabajo.
Verónica Arellano, una mexicana millonaria y divorciada,
quería los servicios particulares de Ulises y la primera vez fue
bañándose en la última piscina que él había limpiado. Ulises no
volvió a atravesar Miami en el camión Pool Cleaning, se olvidó
hasta de su obligada diabetes porque ahora comía toda la carne
que quisiera y sin libreta de abastecimiento. En La Habana, el
teléfono de Gloria no sonó más.
Esa tarde Martín el Pescador llega al muelle de Cojímar,
descarga las langostas que no come y que seguro irán a parar a la
barriga de cualquier general. Ata su bote, baja todo lo que debe
dejar en tierra y se va a entregar a la administración de la pesquera
sus langostas con cabeza y todo.
Gloria vigila a Martín, ella está con sus amigos bajo unas
palmeras. Con sus mochilas y entre tragos fuertes esperan que
sea de noche. Es luna menguante, hay poca luz en el muelle.
Gloria Morciego y los demás casi a rastras van hacia el bote de
Martín. Gloria piensa en lo que hubiera querido hacer Ulises y lo
que tiene que hacer ella porque ahora su padre ya no tiene barritas
de general, ha regresado en castigo y ya no mueve mares y
montañas.
Protegidos por la escasa luz de la luna, en absoluto silencio,
quizá más por miedo que por precaución, Gloria y sus amigos
llegan hasta el bote. Se suben uno a uno, lo desatan, roban el
bote de Martín el pescador.
Reman despacio. Se alejan de la costa. Dudan si encender
el motor. Temen alertar a los guardacostas. En sus cabezas retumban
las descargas que hace unos días estremecieron a Gloria
y que le habían hecho tomar la decisión de no esperar la llamada
de Ulises. No importaba entonces correr la misma suerte que
ellos, los que días antes se habían querido fugar en la lanchita de
Regla y en ese intento por llegar a Miami, se encontraron de frente
con el paredón de fusilamiento.
Al perder de vista la costa, uno de los jóvenes acciona la
cuerda para prender el motor y se escucha un lamentable sonido.
El motor arranca, pero no avanza. El bote no tiene propela.
Ahora Gloria se da cuenta. Martín en la tarde, entre langostas
había bajado la propela. Así el padre de Ulises se sentía seguro
de que su bote nadie se lo llevaría. Los jóvenes pensaban en
tantas propelas de bronce que los pescadores de Cojimar donaron
cuando la muerte de Hemingway para la estatua del escritor
al lado del mar. Al menos si tuvieran una de esas hélices de bronce,
el bote echaría a andar rápido. En ese instante a los jóvenes
no les interesaba que a la estatua le pudiera faltar una oreja, ni
que a Hemingway lo confundieran con Van Gogh. La suerte hubiera
sido tener una propela aunque fuera la oreja de Hemingway.
Tenían que remar si querían llegar a la Florida. Remaron.
Estaban preocupados por los guardacostas, pero nunca aparecieron.
Los que merodeaban el barco eran unos tiburones que se
preparaban para la cena. Un rato más tarde se fueron, tal vez
buscando una frágil balsa donde podían pedir a la carta.
Ahora surgía un nuevo miedo. Todos miraban para el cielo.
En cualquier momento aparecerían las avionetas del gobierno y
les podían lanzar sacos de arena para hundirlos.
El barquito parece de papel, la ola como una madre lo abraza,
lo acuna en su regazo y luego lo lanza por los aires de manera
desalmada. Se vienen los vómitos, se pierde algún remo, uno de
ellos cae al mar, comienzan a buscarlo, gritan desesperados...
“¡David!”... “¡David!...” David no responde, dirigen la luz de la
linterna al mar y una ola arrebata la única lumbre, rezan en coro.
En ese instante Gloria descubre que el mar y sus lágrimas
saben igual. Gloria trata de calmarse, pero el mar sigue colérico,
alguien sugiere que se amarren al bote y Gloria, como buena hija
de militar, es la única que cumple la orden.
Reman. Uno de los remos golpea con algo duro y no saben
si es el cuerpo muerto de David o la aleta de algún tiburón. No
hay luna. La tempestad no se calma.
Amanece. Gloria recobra el sentido en el hospital Jackson,
del Down Town. La habían encontrado en la playa, ya con severos
síntomas de deshidratación, quemada por el sol y el salitre.
Sola. Atada al bote. Gloria Morciego estaba en arena norteamericana
y tiene derecho a la residencia. En la casa de Ulises el
teléfono empieza a timbrar.
Bogotá, 18 de diciembre del 2006
Aquí (Que vergüenza Félix B. Canet) Aquí, en este instante
disparatado… Empezó esta nueva telenovela Cubana…
Lilo Vilaplana
A los tantos compañeros con los que he trabajado
haciendo televisión en todos estos años
en mi exilio en Colombia.
A Telecolombia que me abrió sus puertas.
Un cubano cuenta....
Ulises tuvo que meterse a diabético. Su madre se lo había
dicho varias veces, el único de la familia que no contaba con una
dieta por problemas de azúcar era él. Por eso fue a hacer la cola
en el solar del Reverbero, y le compró una dosis de orina a la
vieja Eloísa. Su tío Sergio con estas muestras de orina, más dulce
que lo normal, le inventó su certificado. Ya Ulises está registrado
como diabético y tiene derecho a engullirse una libra y media de
carne al mes, que le anotan en la libreta de abastecimientos.
Gloria muerde despacio una enorme langosta en Marina
Hemingway, mientras su padre en la otra mesa a varios metros
de ella, se come un churrasco argentino y se bebe un litro de
Whisky con otros dos generales. Ella está segura que en aquella
mesa llena de estrellas están salvando la patria. Mientras mastica
la cola de masas blancas. Gloria piensa en Ulises.
Gloria, hija del general Morciego, y Ulises, un joven curtido
por el mar, hijo de Martín el pescador, muy a pesar de langostas,
churrascos, y libreta, se aman. La acogedora Ceiba del Parque
de la Fraternidad había sido su primer y único techo. Allí Gloria y
Ulises se besaron por primera vez. Luego se sentaron en la banca
sucia de hierro fundido y madera descolorida. Cuando se cogieron
las manos creyeron que se habían unido para siempre.
En la noche se inventan una fogata cerca al busto de
Hemingway en la bahía de Cojímar y sus cuerpos juguetean sudorosos
y desnudos. Se juran amor eterno. Miran un rato las
estrellas y Ulises rompe toda la magia de la noche, estallando en
palabras la bomba de tiempo que tiene acumulada en el centro
de su pecho.
–Ya no me aguanto más esto. Este país no va para ningún
lado. Imagínate que para comer carne me tuvieron que inventar
un certificado de diabético… ¡Yo diabético! Un día de éstos…
cojo el bote del viejo y me piro pa’ la pinga de toda esta mierda…
No fue necesario. Gloria se aprovechó de la última discusión
con su padre. El general Morciego no miraba con buenos
ojos a Ulises, decía que el futuro de su hija no podía ir a parar a
manos de alguien que no tenía ni para pagar la langosta que
tanto gustaba a Gloria. Y ahí mismo, cuando su padre hablaba
de langostas impagables, Gloria lo convenció. Así todos quedarían
conformes. El general asintió enseguida, tranquilo, pensando
que respiraría sin preocupaciones su mar de la Marina. Resolvió
la visa en un abrir y cerrar de ojos, consiguió el vuelo, le
compró el pasaje y además le dio los cinco dólares que aún Ulises
carga en su vieja billetera.
El general no puso ninguna condición, Gloria sí. Ella podría
vivir, quizá, haciendo un esfuerzo sin comer langosta, pero no sin
Ulises y su compañía. Ulises lo había prometido, Gloria se uniría
a él en Miami aunque el general Morciego muriera de un ataque
al corazón
Ulises, el hijo de Martín el pescador, por primera vez en su
vida vio el mar desde arriba. Llegó a Miami en el avión. Al principio
llamaba todos los días a Gloria y le juraba amor para siempre,
como si estuviera sentado bajo la Ceiba del Parque de la
Fraternidad, y se endeudaba con unos primos con las cuentas
del teléfono, y lo que ganaba limpiando las piscinas no le alcanzaba
para conversar tanto.
Gloria empezó a desesperarse. Al padre lo habían mandado
para una misión al extranjero y al mes lo devolvieron sin el
grado de general. Ya no puede ir a comer langostas a Marina
Hemingway. Ahora está convencida que las estrellas de los generales
no van a salvar la patria.
Ulises no tiene como llamarla y Gloria necesita, al menos,
escucharlo. La muchacha pasa días enteros frente al teléfono y
por la noche duerme con la mano sobre el auricular.
El Toyota azul y blanco con el cartel donde se lee Pool
Cleaning, avanza por una avenida de Coral Gables, se parquea
frente a la mansión de los sueños de Ulises, y como los sueños a
veces se cumplen, Ulises limpió la última piscina de su corto trabajo.
Verónica Arellano, una mexicana millonaria y divorciada,
quería los servicios particulares de Ulises y la primera vez fue
bañándose en la última piscina que él había limpiado. Ulises no
volvió a atravesar Miami en el camión Pool Cleaning, se olvidó
hasta de su obligada diabetes porque ahora comía toda la carne
que quisiera y sin libreta de abastecimiento. En La Habana, el
teléfono de Gloria no sonó más.
Esa tarde Martín el Pescador llega al muelle de Cojímar,
descarga las langostas que no come y que seguro irán a parar a la
barriga de cualquier general. Ata su bote, baja todo lo que debe
dejar en tierra y se va a entregar a la administración de la pesquera
sus langostas con cabeza y todo.
Gloria vigila a Martín, ella está con sus amigos bajo unas
palmeras. Con sus mochilas y entre tragos fuertes esperan que
sea de noche. Es luna menguante, hay poca luz en el muelle.
Gloria Morciego y los demás casi a rastras van hacia el bote de
Martín. Gloria piensa en lo que hubiera querido hacer Ulises y lo
que tiene que hacer ella porque ahora su padre ya no tiene barritas
de general, ha regresado en castigo y ya no mueve mares y
montañas.
Protegidos por la escasa luz de la luna, en absoluto silencio,
quizá más por miedo que por precaución, Gloria y sus amigos
llegan hasta el bote. Se suben uno a uno, lo desatan, roban el
bote de Martín el pescador.
Reman despacio. Se alejan de la costa. Dudan si encender
el motor. Temen alertar a los guardacostas. En sus cabezas retumban
las descargas que hace unos días estremecieron a Gloria
y que le habían hecho tomar la decisión de no esperar la llamada
de Ulises. No importaba entonces correr la misma suerte que
ellos, los que días antes se habían querido fugar en la lanchita de
Regla y en ese intento por llegar a Miami, se encontraron de frente
con el paredón de fusilamiento.
Al perder de vista la costa, uno de los jóvenes acciona la
cuerda para prender el motor y se escucha un lamentable sonido.
El motor arranca, pero no avanza. El bote no tiene propela.
Ahora Gloria se da cuenta. Martín en la tarde, entre langostas
había bajado la propela. Así el padre de Ulises se sentía seguro
de que su bote nadie se lo llevaría. Los jóvenes pensaban en
tantas propelas de bronce que los pescadores de Cojimar donaron
cuando la muerte de Hemingway para la estatua del escritor
al lado del mar. Al menos si tuvieran una de esas hélices de bronce,
el bote echaría a andar rápido. En ese instante a los jóvenes
no les interesaba que a la estatua le pudiera faltar una oreja, ni
que a Hemingway lo confundieran con Van Gogh. La suerte hubiera
sido tener una propela aunque fuera la oreja de Hemingway.
Tenían que remar si querían llegar a la Florida. Remaron.
Estaban preocupados por los guardacostas, pero nunca aparecieron.
Los que merodeaban el barco eran unos tiburones que se
preparaban para la cena. Un rato más tarde se fueron, tal vez
buscando una frágil balsa donde podían pedir a la carta.
Ahora surgía un nuevo miedo. Todos miraban para el cielo.
En cualquier momento aparecerían las avionetas del gobierno y
les podían lanzar sacos de arena para hundirlos.
El barquito parece de papel, la ola como una madre lo abraza,
lo acuna en su regazo y luego lo lanza por los aires de manera
desalmada. Se vienen los vómitos, se pierde algún remo, uno de
ellos cae al mar, comienzan a buscarlo, gritan desesperados...
“¡David!”... “¡David!...” David no responde, dirigen la luz de la
linterna al mar y una ola arrebata la única lumbre, rezan en coro.
En ese instante Gloria descubre que el mar y sus lágrimas
saben igual. Gloria trata de calmarse, pero el mar sigue colérico,
alguien sugiere que se amarren al bote y Gloria, como buena hija
de militar, es la única que cumple la orden.
Reman. Uno de los remos golpea con algo duro y no saben
si es el cuerpo muerto de David o la aleta de algún tiburón. No
hay luna. La tempestad no se calma.
Amanece. Gloria recobra el sentido en el hospital Jackson,
del Down Town. La habían encontrado en la playa, ya con severos
síntomas de deshidratación, quemada por el sol y el salitre.
Sola. Atada al bote. Gloria Morciego estaba en arena norteamericana
y tiene derecho a la residencia. En la casa de Ulises el
teléfono empieza a timbrar.
Bogotá, 18 de diciembre del 2006
Aquí (Que vergüenza Félix B. Canet) Aquí, en este instante
disparatado… Empezó esta nueva telenovela Cubana…
2 comentarios:
y que sigue? que Ulises le diga, chica, lo siento! pero conocí una Mexicana y me enamoré de ella?? suele pasar, muy vívida tu narrativa, pude sentir el barco en el agua, y la pesadumbre en el corazón de Gloria porque el amor la guía hacia tierra de nadie... me gusto muchisimo, Felicidades...
(mientras leia tu cuento, escuchaba, "cansado" y "arenas de la soledad" del soundtrack habana blues, nada mas adoc para la ocasión....
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